El estómago cruje y ruge. Se hace oír. Te grita: ¡Acá estoy! Y es tan fácil como abrir la heladera o estirar un brazo a la alacena para calmarlo. El hambre puede ser rutinario. Acatamos el reclamo de nuestro cuerpo varias veces por día. Le contestamos que sí, que ya lo oímos, comemos algo y a otra cosa. Algunos -los menos- hacemos eso.
Pero solo en Argentina hay unas tres millones de personas que tienen que escuchar el rugido de su panza largo rato: no hay heladera ni despensa ni canastos -porque ni siquiera hay cocina, mesa o sillas.
Según las últimas cifras de la UCA -esa universidad tan paqueta que todos los años, religiosamente, calcula la pobreza- en 2020 la susodicha alcanzó un 44%. Seis de cada diez niños son pobres. El 64% de los menores de 18 años vive en hogares donde la plata no alcanza. Y entonces nada alcanza.
Hay quienes dicen y sostienen que la culpa de todo es de la pandemia y por suerte no especifican cuál. Porque señalar al COVID19 como responsable del hambre es, por lo menos, ingenuo -y hasta un poco cínico.
El hambre, como (casi) todo, es político: todo el tiempo en todo el mundo se toman decisiones que le ponen o le sacan la comida de la boca a millones de seres humanos.
Una cadena multinacional de comida rápida decide plantar papas en un país asiático desplazando así a todos los habitantes de esa región, obligándolos a trasladarse a la periferia y vivir de las sobras para vender papas fritas baratas a la vuelta del mundo.
Una ONG internacional con recaudación de varios ceros arroja cajas de comida desde un avión sobre aldeas africanas. Muchos de los productos requieren ser hervidos en agua: África y agua son oxímoron.
Un país bien al sur de América del Sur produce comida para alimentar a todos sus habitantes y también a invitados: la mayoría de esa producción se va al otro lado del planeta a engordar chanchos.
Muchos Estados, frente a las pandemias actuales (vamos, no estarán creyendo que solo sufrimos una y es un virus pequeñito), respondieron con más de lo mismo. Mucho-más-de-lo-mismo: alimentos ultraprocesados en bolsas de plástico que, si llegan, no llegan a todos. También decidieron repetir una idea ya repetida pero que cada vez que se implementa pareciera que revelaron la teoría de la relatividad: poner plata en el bolsillo de la gente.
Poca plata. Por cierta cantidad de hijos, por situación de vulnerabilidad, por. No está mal, pero falta, como siempre, un criterio, una red, una planificación para que esos ingresos rindan y generen un circuito donde no sean beneficiados los mismos de siempre: las grandes cadenas de supermercados.
Con la banda de presidente recién estrenada, Alberto Fernández conformó “la mesa del hambre”. Qué nombre. Una mesa -donde se debería comer- donde nadie come. La mesa fue integrada por políticos, periodistas, algún que otro famoso de la televisión, sindicalistas.
Dieron una conferencia de prensa, prometieron abordar el problema, se saludaron -con abrazos y besos: unos días antes del flamante arribo al país de esta última pandemia-, y nunca más se vieron.
Un día antes de la publicación del informe de la UCA, el mismísimo Alberto Fernández -esta vez con la banda presidencial más lavada, con alguna mancha de algún churrasco que se comió con algún pope empresario- declaró que su gobierno logró que ningún argentino pase hambre.
Nobleza obliga: quizás Alberto tenga razón. En cualquier caso, tan ágil, no aclaró con qué callan el rugido de la panza. Los vecinos del CEAMSE, que esperan cada tarde escalar montañas de basura para rescatar algo que meterse en la boca, comen. Comen mierda, pero comen. Y por un rato, tal vez, no sientan el ruido del hambre.
En 2002, la culpable de las muertes de Maxi Kosteki y Darío Santillán fue, según dicen, según titularon, la crisis. La crisis aprendió a usar un arma y fusiló a los dos compañeros. En 2020 una pandemia causó tanto horror: hambre, despidos, muerte, precarización y superexplotación laboral. El virus, parece, en alguna de sus mutaciones, aprendió las mejores tácticas de los teóricos del capitalismo. O se volvió malthusiano y nos sacó millones de encima a ver si así la comida nos alcanza y dejamos de hablar del hambre. Qué tanto.
Estamos en medio de las fiestas: el nacimiento del niñito Jesús y esa ficción del año nuevo-vida nueva-chau pandemia. Como siempre -como nunca lo hace el Estado- algunas organizaciones están poniendo comida en las bocas de tantos olvidados -incluso por Dios.
Quizás el 2021 nos traiga una pandemia de conciencia. Ni siquiera de clase. Conciencia a secas. Para comprender que hay que mirar más arriba. No tanto como para cegarnos con el sol, pero casi. Allá, donde brilla aquel círculo rojo, donde tantos hombres y unas poquitas mujeres mastican carnes jugosas y beben vinos embocados y sus migas y eructos nos caen en nuestras mesas -si tenemos una.
una mirada diferente sobre uma sociedad desvastada