“El final de los tiempos llegó y encontró a todos abrazados, unidos y esperando lo inevitable: la extinción, la oscuridad -el producto de siglos de glotonería humana.”
En marzo, la incertidumbre y el pánico nos amalgamaron. Hasta los principales diarios del país se unieron bajo una misma portada. Qué ternura.
Hubo aplausos para trabajadores de la salud que rápidamente fueron callados por las cacerolas contra las personas privadas de su libertad: la primera muestra de que del todos quedan algunos afuera.
La pandemia arrojó muchas certezas. Una de ellas fue muy grosera: para jugar al sálvese quien pueda hay que gozar del privilegio -tener la oportunidad- de poder salvarse; es decir: tener los recursos mínimos para soñar con la salvación. Muchos ni eso.
Otra certeza que nos explotó en la cara: soñar cuesta carísimo. Te cuesta un desalojo violento, tu casa incendiada, un palazo en la cabeza y una noche en el calabozo -la única noche que vas a pasar al refugio de la intemperie.
Hasta el momento las vacunas eran solo una idea lejana y la posibilidad de desarrollar alguna en el mismo año que comenzó la pandemia aún más. Pero desde los medios primero y desde los Estados después, el rumor de unos pocos proyectos se desató.
Y todos fuimos especialistas en vacunas. Cuando se juega el Mundial de fútbol, todos somos técnicos; cuando estalla una crisis económica, todos somos economistas; cuando hay elecciones, todos tenemos la fórmula para sacar al país del barro. Y al final no saben ni los que saben.
Ya todos sabemos cómo terminó la novela de las vacunas: ya se están aplicando varias, con más o menos efectividad. Nadie se murió a causa de la vacuna ni salió del vacunatorio hablando en ruso u ordenando expropiaciones. (A propósito: en Rusia no hay comunismo hace 30 años).
Pero la vacuna no es solo la vacuna. La vacuna es quiénes se vacunan, a qué países llega primero y con qué costo, a quiénes se les aplicará primero. Y por si andás desprevenido, guarda que viene el cachetazo: el capitalismo no cayó, así que, perdón por el spoiler, la vacuna está llegando primero a los países que siempre consiguen todo antes que nadie.
Pero el problema, hilando muy fino, quizá no sea dónde llega primero, sino que los países ricos están acaparando muchas dosis, incluso más de las que necesitan. Pero eso es el capitalismo ¿no?
La Organización Mundial de la Salud, de hecho, organizó una planificación especial para que la distribución de las vacunas sea equitativa para todo el mundo. Pero los países ricos se ríen en la cara de todas esas siglas -OMS, ONU, OMT.
Y los no tan ricos -porque no nos vamos a comer la curva: Argentina no es un país rico, aunque lo creamos, aunque nuestra identidad con necesidad urgente de psicoanálisis no lo acepte- recurrieron a un clásico: el lobby. Acercarse a los fabricantes, susurrarles al oído, elogiarlos en cadena nacional para dorarles la píldora (o la dosis, sea el caso).
Tenemos que reconocer que, igual, la estrategia fue exitosa y Argentina recibe cantidades de dosis y, aunque lenta y desprolija, la vacunación comenzó. Y comenzada la vacunación, otra vez el diablo -por no denunciar nombres propios- metió la cola.
Hace algunos párrafos dijimos: incluso en el sálvese quien pueda operan ciertos criterios, sobre todo de clase -porque no todos pueden. Y resulta que, incluso en la campaña sanitaria más grande de la historia nacional y mundial, hay quienes tienen la pulserita flúor que dice vip.
La historia está ahí, al alcance de los ojos de más o menos cualquiera. Nada de esto es nuevo y que alguien se sorprenda es más o menos dudoso. ¿O acaso te creíste que de esta salíamos mejores?
El final está llegando. No es inmediato -aunque no pondría las manos en el fuego-, pero es evidente. Y, ya lo vemos, nos va a encontrar compitiendo -que a esta altura es un privilegio. Competir, digo.