Alejandra Giacobone iba a estudiar Psicología, pero recién llegada de San Pedro, una ciudad -pero que Alejandra dice que vivenció como un pueblo- a 180 kilómetros de Capital Federal, se enteró que existía la carrera de Musicoterapia y sus años de música, baile y expresión corporal erupcionaron: se anotó en una carrera emergente -loca, revolucionaria, dice-, conoció a otros como ella, preguntó cosas, entendió otras de su pasado, se organizó, militó, hizo todo por poner a “los locos de la facultad” en un lugar de reconocimiento, y siempre trabajando y produciendo -no en términos de producir guita, sino de producir conocimiento y compartirlo, también dice. La línea Giacobone, que no es recta y por momentos pega esquinazos, pero llega al infinito.

Cuántas personas tienen el privilegio de ser curiosas, me pregunto mientras escucho el relato de Alejandra. Ser curioso es entender que siempre hay más, y permitirse sentir el placer de descubrir. Es revolver, indagar, cuestionar y tantos otros sinónimos -o casi- afuera y adentro: en uno mismo, en otros y en todo. Porque -sabemos- siempre hay más -tiene que haber más.

Una ciudad-pueblo y sus secretos, sus cotilleos, su mirada densa; un momento histórico y su brutalidad, sus justificaciones; una escuela que no puede, que queda corta frente a la pregunta; una familia impermeable que se permite vivir musicalmente, aunque afuera el silencio aturda.

Alejandra Giacobone creció en esa fotografía. Su infancia y adolescencia rebalsaron de libros, música, danza y toda expresión cultural tan reprimidas afuera y tan permitidas adentro. Su curiosidad excedió los límites de un pueblo que, como tantos otros, no puede ni quiere, porque, total, para qué, si así estamos bien. Afuera tan no movamos nada porque mirá si y Alejandra tan por qué esto está acá.

¿Qué te llevó a estudiar la carrera de musicoterapia?

Tiene que ver con mis orígenes y mis intereses. Mi papá era médico obstetra, era porteño, pero se fue a vivir a San Pedro. Mi mamá cantante lírica y dejó su carrera para casarse con el doctor e irse a vivir a San Pedro. Parece casi obvio: papá médico, mamá cantante… pero no es tan lineal, sino que desde muy chiquita me interesaba mucho todo lo que tuviera que ver con las artes. Tuve un abuelo materno también muy culto, de clase trabajadora pero muy preparado. Con familia de directores de escuela, maestros rurales y demás, yo leía desde muy chiquita. Desde los 4 años sabía leer porque le pedía a mi abuelo que me enseñe. Entonces las artes y la música formaban parte de la vida en mi casa.

A eso de los 11 o 12 años empecé a estudiar expresión corporal en un estudio privado y vanguardista de danzas en San Pedro. La profesora de expresión corporal no era cualquier persona: ya en los 80 tenía una mirada y una apreciación muy performativa del arte. Entonces cuando empiezo a tomar clases de expresión corporal, empiezo a sentir que ese era mi lugar en el mundo. Después tuve una formación muy interesante en danza clásica y en distintos niveles de arte fuera de lo estructurado, porque en San Pedro estaba el conservatorio, a donde iba a piano también, pero eso lo hacía porque mis papás me decían que lo hiciera.

A los 18 años yo tomaba entre 3 y 5 clases semanales de expresión corporal, danza y artes. Lo que a mí me pasaba cuando bailaba, y lo que me pasaba con la música, era tan fuerte que quería estudiar algo donde pudiera hacer algo con eso. Entonces me vine a estudiar psicología a Buenos Aires para aplicar eso que a mí me pasaba con la música y el cuerpo. En esa época, en el 85, mientras hago el examen de ingreso a psicología en la UBA, me entero que existe la carrera de musicoterapia. Me contacto con unos musicoterapeutas y hablo con ellos, cuelgo todo, me preparo y al año siguiente entro en la carrera de musicoterapia porque dije esto es lo que yo quiero hacer. Y cómo era en una facultad de medicina mi papá estaba contento porque era universitaria.

¿Podrías describir qué era lo que te pasaba con la música y la danza?

Una vivencia absolutamente corporeizante. Creo que eso tiene un anclaje muy fuerte en la manera que yo tengo de conceptualizar la musicoterapia. No como la aplicación de música sino cómo la experiencia sonoro-musical humana: para mí la música era mi mamá cantando Arias de ópera en el baño de mi casa, canciones en italiano que con mi hermano también cantábamos y no sabíamos que estábamos diciendo. Pero la música formaba parte de nuestra vida. Mi abuelo cantando tangos y haciéndome escuchar Tchaikovsky con los ojos cerrados. O sea que la escucha acusmática fue algo que yo también viví desde muy chiquita.

Y a mí me pasaba algo muy corporal y algo muy emocional, y después también muy reflexivo. Yo necesitaba escuchar música y bailarla, incluyendo las pausas entre un tema y otro, para que a mí se me acomodaran cosas en mi mundo interior. Esto marcó mi ser musicoterapeuta. Yo no llego a la musicoterapia porque soy música, sino por la vivencia corporal de la música. Obviamente estudié piano, estudié percusión, porque hay que saber música, pero hay que poder deconstruirse para ser musicoterapeuta.

¿Cómo fue crecer con ese sentir musical en un pueblo, con las particularidades que tienen?

Difícil. Hacia dentro de la familia había mucha bajada del papá médico. Ser doctor en un pueblo no es cualquier cosa, había otros, no es que era el único, pero ser hija de doctor tenía todo un peso en el pueblo porque automáticamente se consideraba que uno era clase alta. Y en mi familia no éramos económicamente de clase alta, mucho menos en un pueblo donde el campo y el dinero es mucho, aunque se la pasen llorando miseria: mi papá tenía un puesto en el hospital, un puesto en el ferrocarril, un consultorio, iba ad honorem a otras cuestiones en el hospital. Y mi mamá era “ama de casa”, no es que sobrara la guita para nada.

Entonces, por un lado, yo tenía esta formación cultural muy fuerte, e intelectual también. Mi papá no tenía saberes musicales, amaba a Roberto Carlos, lo escuchaba todo el día. Le encantaban los autos entonces él trabajaba de médico, pero venía a casa y arreglaba el auto, se llenaba de grasa hasta las orejas porque le encantaba. Y mi mamá decía “ahí está tu papá operando el motor”. Pero a la vez era muy suelta la relación interna, mi papá hablaba de su trabajo con naturalidad. También por la especialidad que tenía para mí era habitual que se hablara de cesáreas, partos o bebés prematuros. Había un discurso médico y de salud muy fluido, y a la vez una enorme valoración del arte y la cultura.

En la escuela primaria fue complicado porque me enviaron a la escuela de monjas que era donde concurrían las personas de clase social acomodada. Y a mí en quinto grado, antes de tomar la comunión, prácticamente me echaron, porque yo generaba mucho conflicto con mis preguntas sobre quién era José o qué hacía José con María. Al año siguiente continué la primaria y luego la secundaria en la Escuela Normal de San Pedro, en el sistema público.

Cuestionar nunca fue bien visto. Menos en esa época.

Sí, lo que implica una escuela de pueblo en la que si no vas a la misa de las 8 te ponen un 1 en lengua. Entonces yo preguntaba si Dios estaba solo a las 8 en la iglesia, porque yo podía ir a la misa de las 11. ¿Por qué tenía que madrugar un domingo? La monja de catequesis nos regalaba estampitas de colores y a mí siempre me daba la estampita en blanco y negro porque yo hacía muchas preguntas. A los 8 o 9 años, cuando todo el resto tenía de colores, yo tenía las blanco y negro de castigo.

Tampoco era muy aceptada, no éramos una familia adaptada al pueblo, más bien “sobredaptada”… mi papá sí porque era un doctor bueno, mi mama era como la señora estirada de Capital, y en realidad era una persona con una gran sensibilidad por el arte y la naturaleza, con muchísimas inquietudes y lo menos Doña Florinda que te puedas imaginar, por lo que vivía muy sola. Ella estaba muy sola dentro de casa, no encontraba pares, no encajaba. Entonces, en la primaria medio que no la pase muy bien por esto, porque sentía que siempre me criticaban.

Y en contexto de gobierno militar…

Exactamente, estaremos hablando de los 70 y pico porque yo egresé en el 82 de la secundaria. Los primeros 3 años de secundaria fui víctima de bullying. Ahora comprendo que fue bullying: lo que a mí me interesaba a nadie le interesaba, lo que yo sabía nadie lo sabía, y lo que los demás sabían yo no lo sabía. No me interesaba ir a bailar, no quería ir a un boliche, todo me daba vergüenza, socializar era un pesar. Pero a la vez la profe de literatura preguntaba si alguien sabía quién era Nietzsche y yo levantaba la mano, qué eran los poemas del Mio Cid y a mí me los había mostrado mi abuelo. Entonces fue muy difícil, yo sentía que era la única persona en el mundo que era así como yo.

Y en el tercer año de la secundaria, entre expresión corporal, piano y demás, mi mamá me mandaba a dactilografía. Como yo iba volando ahí, la profesora les preguntó a mis papás si yo podía trabajar dando clases de dactilografía. Fue mi primer trabajo a los 14 años. Estaba chocha porque trabaja y con lo que ganaba me compraba libros en la única librería del pueblo, que era del marido de la profesora de matemática. Yo no sabía un pito de matemática, me copiaba todo y ella me decía: “yo sé que te copiás, pero como vos comprás libros te lo perdono”. Es el día de hoy que no me sé las tablas de corrido.

¿Esta sensación de ser la única en el mundo habrá tenido que ver con que la cultura estaba reprimida o mal vista en esa época?

Sospecho que algo de eso tuvo que ver. Recuerdo un amigo que siempre me decía: “vos sos lo menos popular que conozco”. Todo lo que fuera popular no me interesaba, no me gusta el fútbol ni nada de lo que fuera en masa.  Yo recuerdo que para mí era muy interesante cuando mi papá y mi abuelo me decían “de lo que se habla en casa por favor no digas nada afuera”.

Mi papá era un radical nacionalista acérrimo que lloraba delante del televisor cuando Alfonsín daba los discursos. Mi papá y mi abuelo eran mis dos figuras masculinas más fuertes, las figuras femeninas de mi familia no hablaban mucho de política. Yo tenía una mamá que odiaba cocinar y lavar, pero te perforaba la losa con unos collares divinos. Ella, hermosa, jamás iba a estar con un rulero, hacía cosas de albañilería y mi papá venía corriendo del hospital a cocinar porque le encantaba preparar la paella… eran medios raros. Pero me acuerdo que me decían “vos no digas que acá hay tantos libros” porque en mi casa había un montón de bibliotecas. Yo lo vivía como creyendo que éramos especiales. Y después me fui identificando más con las posiciones de izquierda, pero ellos no eran zurdos, eran muy nacionalistas. Sobre todo, con mi abuelo materno viví mucho esto de la solidaridad, del otro como un par y no como alguien a quien brindarle tu caridad. Él odiaba a Eva Perón, le hablabas de Eva Perón y era lo peor que le podías nombrar, pero tenía valores que eran similares a los de ella cuando decía que la caridad es el peor acto de injusticia. Entonces todo esto me configuró.

En ese momento para mí lo más fuerte fue que cuando termino la secundaria, ya con Alfonsín en el gobierno, y entro a la facultad de musicoterapia, sentí que fue un momento privilegiado para entrar a esta profesión. Ahora tengo muchas críticas a la formación actual porque han pasado otras cosas, ha pasado mucha agua bajo el puente y se ha banalizado el recurso musical en muchos aspectos, especialmente como intervención en salud. Pero yo entré en un momento donde una carrera, iniciada en el año 66 en la Facultad de Medicina como una práctica paramédica, modifica sustancialmente su perfil con la impronta de todos los exiliados psicoanalistas, filósofos, músicos y artistas que volvían al país, con todos los trabajos corporales y la puesta en juego de lo expresivo no verbal. Entonces tuve una formación en el momento en el que hervía.

Y a la vez, salía de un pueblo muy convencional, muy algo habrán hecho, dónde ahora veo cómo me cuidaban mis padres porque yo era tan ingenua que iba diciendo por la vida que era atea mientras estudiaba en la Universidad del Salvador… de hecho, en el primer lugar donde viví cuando estaba haciendo el curso de ingreso a Psicología, era un pensionado de las damas de caridad, más o menos lo mismo que uno de monjas. Porque bueno… yo tenía 17 años, había terminado la secundaria y quería vivir sola, pero para mis padres era más seguro un pensionado. Obviamente dure 2 meses. Pero a la vez, para mí, fue un choque entre cultural y cognitivo porque yo conocía mucho Buenos Aires, venía seguido, tenía mis primos acá, mi papá viajaba cada 15 días y yo venía con él y me movía por acá sola con mi prima que tiene casi mi edad. Pero pasaba que venía de un pueblo donde se intentaba que todo fuera convencional, donde lo diferente se cuestionaba, era corrido de lugar y entonces yo era muy excluida en muchos aspectos.

Y de pronto me metí en una carrera. Imaginate lo que era la carrera de musicoterapia en el 83: nos creíamos que hacíamos la revolución. Estábamos en la Universidad del Salvador, en la Facultad de Medicina, ni siquiera en la de Psicología. Éramos como los locos de la facultad, unos locos de clase media alta, porque había que garpar esa facultad. Éramos mucho hippie con OSDE ahí adentro. Yo igual trabajaba. Mis primeros amigos en la facultad era gente que venía de los pueblos, ciudades y provincias del interior del país, pero yo trabajaba.

Yo llegué, fui a ese pensionado, me echaron a los 2 meses porque dije que era atea y que no iba a ir a la reunión del padre no sé qué, que venía a decir no sé qué cosa. Me echaron porque era mala influencia, pero yo veía escapar a las pibas por las ventanas, trepaban las enredaderas en plena Recoleta y volvían para amanecer ahí. Pasaban la noche en cualquier lado. Mientras que yo me quedaba en el departamento de mi novio (otro sampedrino que estudiaba en Buenos Aires) y eso era una mala palabra.

Al poquito tiempo conseguí trabajo en uno de los locales de ropa más top de esa época: John L. Cook. Consigo trabajo ahí porque, claro, portaba cara de rubia. No necesitaba trabajar, no me lo exigían en mi casa, pero yo quería laburar. Mientras, iba a la facultad a la noche y trabajaba 4 o 5 horas por día ahí. Mis compañeras, las que no eran porteñas, venían también de pueblos muy convencionales con cabezas muy convencionales, entonces yo ahí empiezo como a simpatizar con el porteño hippie con OSDE porque sentía que tenía más puntos de contacto. Después me di cuenta que no, que no tenía tantos. Pero en un primer momento para mí fue la gloria, decía ay cuánta gente rara como yo que hay.

A fines de los 80 te encontraste con tu título en mano. ¿Y qué pasó ahí?

Bueno, lo primero que pasó es que yo no seguí siendo ingenua, eso por suerte creo que se modificó, pero sí en algún punto sigo siendo muy idealista. Entonces para mí no coincidía la especulación de me quedo siendo vendedora de Jhon L. Cook re concheta y mientras tanto ejerzo, sino que para mí era me despido de este mundo de plástico que me ayudó a tener dinero para algunas cosas y voy a ejercer la musicoterapia.

Si bien hay algunos que la ejercen de esa manera complementaria, ahora hay todo un movimiento más profesionalizado. Antes no se sabía muy bien para qué servía. Pero por otro lado había toda una renovación cultural. Pensá que a fines de los 80, principios de los 90, es el momento donde en la Argentina impacta la Convención de los Derechos de las Personas con Discapacidad. Estaba impactando esa apertura a la salud y salud mental en los movimientos internacionales relacionados a las personas con discapacidad, y se corre el modelo rehabilitador a uno de autodeterminación en una profesión que era muy efectiva como lo sigue siendo hoy. Es decir, aunque haya musicoterapeutas que no sean capaces de explicarlo (o les convenga mantenerlo en términos mágicos), la realidad es que la musicoterapia es efectiva.

En ese momento, los que conseguían algún nivel de conexión con el “niño aislado” (o “autista”, como se los llamaba) eran los musicoterapeutas y se creía que era por “la música”. Después, dedicándome a estudiar e indagar esto, voy ubicando que no está directamente vinculado con la música sino con la musicalidad, que no es lo mismo. Pero bueno, era una profesión que se estaba abriendo camino en un momento histórico difícil.

A la vez yo también tuve situaciones personales muy complicadas. Me recibo en el 86, me dan el título en el 87, dejo el trabajo en el local de ropa cheta, empiezo a trabajar en un instituto horrible, pero puse todas las fichas ahí para ejercer y empiezo a militar en la profesión. En ese momento estaba la Asociación de Musicoterapeutas de la República Argentina (AMURA), que nucleaba a los musicoterapeutas graduados en Argentina (solo los de la USAL, porque no había otro) y por otro lado la Asociación Argentina de Musicoterapia (ASAM), que era la entidad histórica, convencional y fiel al origen de la disciplina, más ligada a la terapia musical que a la musicoterapia. Mientras que AMURA tenía un claro perfil profesional, casi gremial. Entonces ahí empecé una militancia profesional y no paré nunca más. Empecé a trabajar y pensar con colegas, armar jornadas, a continuar formándome en psicoanálisis, observación de bebés, neurodesarrollo. Estudiaba un montón, pero simultáneamente se enferma y fallece mi papá, luego mi mamá. Vinieron unos 10 años de muchas pérdidas, sufrimientos y dificultades, pero no dejé de trabajar nunca, ni de estudiar.

En el 96 nace mi hija y en el 98 yo estaba separada con una criatura de 2 años, ejerciendo como podía y sin guita. O sea, o ejercía la musicoterapia o colgaba los guantes y me iba a hacer otra cosa y no quería hacer otra cosa. Así que me puse a estudiar las leyes de salud argentina para hacer rendir mi profesión. Seguí militando la profesión y aprendí mucho de leyes; la abogacía es una asignatura pendiente para mí, por ahí a los 60 lo estudio, nunca es tarde.

Esa pulsión de trabajo para mi es una manera de vivir. El trabajo me ha salvado de los momentos difíciles. Trabajar y producir, no solo económicamente, sino intelectualmente, producir conocimiento. Porque económicamente estoy bien. Tengo una casa, no tengo auto, la plata entra y sale, mientras entre y salga está todo bien. Pero por eso fue difícil: porque en el momento histórico del país, el momento mundial en cuanto a la discapacidad y la salud mental, más mis situaciones personales, generaron una trama compleja que, en mi caso, si bien no me gusta mucho ese concepto, pero lo puedo decir, me hizo más fuerte.

¿Hay algo que te haya pasado en tu trabajo como musicoterapeuta que te haga sentir que valió la pena lo que pasaste para llegar hasta ahí?

Eso tiene dos líneas: una más del efecto en los otros, que obviamente vuelve en un placer personal, y otra línea bien narcisista, pero como me analizo hace 20 años me puedo dar el lujo de aprovechar el narcisismo a mi favor.

No hay una sino muchas situaciones de pacientes, de niños. Yo me fui dedicando a niños, me gusta mucho el trabajo con niños y con sus familias. Siempre hay un paciente en el que digo ay ¿cómo hago?, y de repente se me ocurre algo y ese niño mejora, dentro de las posibilidades que tiene de mejorar. Y cuando esto vuelve del lado de la familia, cuando la familia registra que hay un trabajo que ese chiquito decidió hacer conmigo, porque yo creo que yo puedo decidir, pero él también tiene que decidir hacer un vínculo conmigo para estar más del lado de este mundo que del otro, para mí esos son momentos de una satisfacción personal en la que digo sí hay algo para lo que estoy es para esto. Hay un lugar de sensibilidad que yo he desarrollado con mi trabajo y mi manera de ser que cuando los papás me lo registran o me dicen “vos ves cosas o escuchas cosas que nadie escucha” yo siento que estoy hecha. Eso es más del lado del carozo de la profesión. También el trabajo compartido el hacer trama con otros, siempre estoy involucrada en proyectos grupales. Sostener y enriquecer el intercambio es algo que aprendí como musicoterapeuta.

Y después está la parte narcisista del reconocimiento. Por un lado, del sector de la comunidad, porque yo tengo una personalidad muy fuerte y sé que puedo generar tanto amor como odio, pero son los riesgos que elijo correr porque no me identifico con la comodidad: en el logro de la Ley Nacional de Musicoterapia yo sé perfectamente el trabajo que le puse en la escritura, en el armado y en sostener durante más de 6 años un proyecto asambleario que tenía solamente la representatividad de ser una asamblea. No hubo ninguna institución. Es más, cuando empezó a tomar un buen color el trabajo y se armó una comisión por la ley fue todo autoconvocado y se retiraron las instituciones formativas, o sea todos los referentes más organizados institucionalmente se corrieron y nos dejaron a un grupo de 5 o 6 personas solos convocando al resto de la comunidad profesional para trabajar por la ley. Conseguir la ley, que realmente se votara, que los diputados y senadores la aprobaran, después conseguir la reglamentación, que nos dieran la matrícula nacional como profesionales autónomos (no como colaboradores de la medicina). Todos esos logros para mi valieron la pena, es decir yo pasé por este hito histórico profesional, no lo vi por TV, yo estuve ahí, la trabajé, estuve adentro.

Y algo muy valioso fue el reconocimiento cuando en la Sociedad Argentina de Primera Infancia (SAPI), organización que integro, me eligieron presidenta de la comisión directiva. Incluso cuando es casi un hito histórico en el país que un musicoterapeuta presida una institución que básicamente está integrada por psicólogos, psicoanalistas y psiquiatras. Cumplí los dos años de gestión que establece el estatuto y fue una experiencia personal y colectiva muy intensa: dos años en pleno gobierno macrista. Arranqué la presidencia oponiéndome públicamente a Albino, y con una nota en Página 12 advirtiendo sobre su ideología retrograda. A la vez, fue posible acompañar desde la SAPI, programas enfocados en los Primeros Mil Días con enorme y renovadora perspectiva pública como el de la ciudad de Mercedes.

¿Se podría decir que llevaste el lugar de “los locos de la facultad” a un lugar de reconocimiento y legitimación?

Sí, está bueno que lo digas vos y no yo, pero modestia aparte, sé que soy una referente en la profesión, que tengo una referencialidad en la clínica y en la conceptualización. Como pienso que no hay nada más parecido a la soberbia que el exceso de humildad, puedo continuar. Que se hable de la Línea Giacobone me gusta porque trabajé y sigo trabajando y conceptualizando mucho sobre eso. Sé que presento en muchos ámbitos, que no son musicoterapeúticos, una ruptura epistemológica en el modo de pensar el desarrollo infantil y humano. Después por ahí pueden no estar de acuerdo, pero para mí lograr que un psicoanalista pueda escuchar que la mirada no necesariamente es lo fundante de la subjetividad, sino que lo fundante es la sonoridad organizada en la musicalidad primordial, es una gran satisfacción personal. Sé que tengo referencialidad en lo conceptual clínico como en lo político de la profesión, y sí, vale la pena, pero hay momentos que digo también es por mi personalidad, yo podría haber hecho otra cosa y lo hubiese hecho con el mismo grado de compromiso y profundidad porque es mi manera de ser, pero es esto: es la medicina, la salud, el canto lírico, la música, el cuerpo. Todo esto me ha constituido y hoy lo llamo experiencia sonoro-musical-humana.

Cuántas vidas entran en una vida, me pregunto mientras escucho a Alejandra. ¿Cuántos momentos hacen una vida? ¿Cuánto tiempo? Porque dos personas pueden vivir exactamente el mismo tiempo y, probablemente, una haya vivido más y otra menos. ¿Cómo se mide eso? Escuchando el relato de Alejandra pienso que, seguramente, esta entrevista contenga muchas. Alejandra Giacobone hay una, según sé, según adivino, según quiero creer. Pero en una, evidentemente, hay muchas: todas las vidas que vivió hasta ahora.

Y me explico, para que no piensen mal: en estas líneas hay una Alejandra niña, descubriendo el mundo desde un pueblo, pero a través de la música y los libros que sus padres y abuelos le daban. Hay otra Alejandra -sí, la misma, pero otra-, que baila y siente la música en el cuerpo, entonces su curiosidad la lleva a pensar que algo tiene que hacer con eso. Y otra más, que viaja a Buenos Aires, descubre una carrera que contiene todos sus intereses, deja lo que estaba haciendo y se mete de lleno. Y otra: egresada, recibida, casada, separada, madre, atravesada por múltiples muertes, duelos e incertidumbres. Y otra más: la Alejandra que se determina a no colgar los guantes y hacer algo. Y lo hace. Y llega.

Un montón de vidas en una persona.

¿Qué soñás para la salud mental en Argentina?

Lo primero que sueño para la salud mental en Argentina es una renovación de la formación de los profesionales. No solo de los de la salud mental, porque quiénes son ¿únicamente los que empiezan con “psi”? Entonces, primero hay que renovar la formación de los profesionales involucrados en los procesos de salud mental desde la tempranísima infancia, desde la perinatalidad. Los médicos, educadores, cuidadores, profesionales de la salud y docentes. Es imprescindible que la academia funcione desde una epistemología de la complejidad, formándose transdiciplinariamente para trabajar juntos, pero no confundidos, ni atrasados, ni ignorantes, ni simplificadores del sufrimiento humano. No se puede seguir graduando gente para atender pacientes del siglo pasado, o que dentro de la burbuja estanca de una facultad redescubren la pólvora una y otra vez, o se invierte dinero público en investigaciones que arriban a conclusiones antiguas una y otra y otra vez.

Muchos profesionales no conocen la diferencia entre una formación de posgrado reconocida académicamente y una certificación internacional en un método con marca registrada. Y esto es gravísimo. La formación de grado tiene que cambiar para que realmente los profesionales que salgan al mundo de la tarea, al terreno, tengan otra cabeza, vengan más deconstruidos y accedan al posgrado con una base epocalmente aggiornada.

Y a la vez, en cuanto a la Ley de Salud Mental, si bien no voy a negar que es absolutamente mejor que la que había y que tiene un montón de cuestiones mundialmente reconocidas, como la desmanicomialización, pero es una ley perfectible porque tiene agujeros. Uno de los agujeros es la carencia de infancias, las infancias no están visibilizadas en la LSM. En la ley no están representados los niños pequeños porque no está pensado cómo se accede a escuchar a un niño que no habla, o que no habla por edad, porque los bebés no hablan. La salud mental del bebé no es solo la de la madre, también es la del bebe.

Por mi profesión y por mis investigaciones empíricas -porque hasta ahora nadie me ha financiado una investigación concreta-, por todo lo que vengo relevando en tantos años de trabajo, con los bebes se hacen significativamente barbaridades. Y en algún punto a la ley le falta un freno al capitalismo, sobre todo a las políticas neoliberales, porque en definitiva la Ley de Salud Mental de costadito termina amparando el voluntariado. Y bueno, yo tengo una posición absolutamente en contra del voluntariado. Con la idea de lo voluntario tenemos fundaciones en Argentina, España, Francia, etc. que habilitan a que cualquier músico vaya y haga música en un hospital y le toque el violín a los neonatos. Y yo, o los que pensamos como yo, somos una especie de bichos horribles que venimos a cuestionarle a un músico profesional o aficionado que va a darle un poco de “alegría” a una persona internada, y yo me pregunto ¿Y si esa persona no quiere que yo vaya a brindarle mi alegría musical? ¿Quién le preguntó al bebé que está dentro de la incubadora si quiere que el músico popular le toque la guitarra fuera de la incubadora? ¿Vos tenés idea de lo que debe retumbar una incubadora? ¿Saben los que hacen y los que autorizan estas intervenciones, que la retracción de un bebé que se queda quietito, silencioso, apagadito, es un signo de riesgo en salud mental?

Estoy diciendo cosas muy a grandes rasgos, pero la Ley de Salud Mental en algún punto deja librado a lo cultural o a lo comunitario, sin definir a qué está llamando comunitario, a qué está llamando cultural, a qué está llamando intervención. Hay una carencia notable sobre los alcances competenciales y la tarea entre varios, que no es (no debe ser) de cualquier manera ni solo en base a las buenas intenciones, con las que se puede plagar el camino al infierno.

Otra de las cosas tremendas es la contradicción legal por ejemplo entre la LSM y la Ley Del Trastorno del Espectro Autista, que son encasillados en las condiciones del neurodesarrollo sin ningúna relación con la Salud Mental. En esta suerte de cerebrocracia pareciera que la salud mental no tiene que ver con el cerebro, entonces quedan por fuera recibiendo sobre terapias y sobre estimulación, que a su vez están cuestionadas en la Ley de Salud Mental cuando dice que hay que respetar la decisión de la persona a recibir o no determinados tratamientos. Hay niños muy pequeños que son obligados a ingresar solos a los consultorios de los terapeutas, mientras lloran hasta que los doman o les modifican esa conducta tan inaceptable de resistirse…

Y un tema más en esto es que nuestras leyes de salud también son caducas. Si nosotros no modificamos la estructura básica de la salud, la Ley de Salud Mental cae en la nada porque a nivel de cobertura prestacional nosotros tenemos servicios de rehabilitación y servicios de salud mental. Así el problema está en la cabeza o está en el cuerpo. Entonces, esta distinción que hace lo prestacional es gravísima, porque un niño que no habla a los 2 años puede tener un montón de problemas, pero si prestacionalmente se lo deriva a rehabilitación, se lo va a tratar como un problema funcional que debe ser reeducado, quedando totalmente encubierto un padecimiento vincular del que el no hablar es un síntoma y no un trastorno; pero sí, en cambio, se deriva a salud mental puede pasar un largo tiempo hasta que se identifique un trastorno orgánico que requiere abordaje funcional. La LSM tendría que abarcar esto también para que las personas reciban verdaderamente una atención integral de su salud.

¿Algo más que quieras agregar?

No, pasamos por todas las cuestiones. Esto de hablar de por qué trabaja uno me interesó mucho, justamente porque el foco tiene que ver con hacer del trabajo algo digno, y no algo digno porque cualquier trabajo dignifica, no: creo que es digno en la medida en lo que uno siente que puede ejercer lo que le gusta. Y defender, en el caso de las profesiones tan vinculadas a lo humano, que de este modo también yo soy mejor humana en la medida que me ocupo mejor de lo que hago con otros. No desde un lugar altruista sino desde que yo también me retroalimento en esta tarea, y me gusta trabajar. A mí me gusta mucho trabajar, creo que porque va de la mano de que trabajo de lo que me gusta. Y no hablo de productivo en términos de producir guita, lo cual también se necesita porque yo tengo que renovar los alquileres del consultorio y necesito plata, pero hablo en el sentido productivo cómo trascendental. No solo con el dinero, sino que uno trascienda de alguna manera, que uno ponga algo del otro lado que tenga que ver con una producción más compartida, porque el conocimiento es algo que se comparte. El amor al conocimiento es el núcleo.

Cierro esta entrevista y pienso cuántas vidas más entrarán y que quizás -probablemente- no llegue a conocer. Hasta acá la Alejandra que sí conocí, se las presento.

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